El ocaso de los ídolos, El problema de sócrates. aforismo 1-12
El
ocaso de los ídolos, El problema de sócrates. aforismo 1-12
EL
OCASO DE LOS ÍDOLOS
«El
problema de Sócrates»
1
Los
más sabios de todas las épocas han pensado siempre que la vida
no vale nada... Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el
mismo acento: un acento cargado de duda, de melancolía, de cansancio
de vivir, de oposición a la vida. Incluso Sócrates dijo a la hora
de su muerte: «La vida no es más que una larga enfermedad; le debo
un gallo a Esculapio por haberme curado.» Hasta Sócrates estaba
harto de vivir. ¿Qué prueba esto? ¿Qué indica? En otros tiempos
se había dicho (como así han hecho y bien alto, nuestros pesimistas
los primeros): «En todo caso, esto tiene que tener algo de verdad.
El consenso de los sabios constituye una prueba de verdad.»
¿Seguiremos hablando hoy así?; ¿nos está permitido hablar así?
«En todo caso, esto tiene que tener algo de enfermedad», ésta es
la respuesta que damos nosotros: habría que empezar por examinar de
cerca a los más sabios de todas las épocas. ¿Será que ninguno de
ellos se sostenía ya sobre las piernas?; ¿será que estaban viejos,
que se tambaleaban, que eran unos decadentes? ¿Será que la
sabiduría aparece en la tierra como un cuervo a quien le entusiasma
el más ligero olor a carroña?
2
Esta
irreverencia que supone pensar que los grandes sabios son tipos
decadentes se me ocurrió por primera vez respecto a un caso en el
que dicha irreverencia se halla totalmente en contra del prejuicio
que sustentan tanto los eruditos como los que no lo son: yo caí en
la cuenta de que Sócrates y Platón son síntomas de decadencia,
instrumentos de la descomposición griega, pseudogriegos y
antigriegos. (El origen de la tragedia, 1872).
Cada
vez he ido comprendiendo mejor que lo que menos prueba el consenso de
los sabios es que tengan razón en aquello en lo que están de
acuerdo. Lo que prueba, más bien, es que esos hombres tan sabios
coinciden fisiológicamente en algo que les hace adoptar —de una
manera forzosa— una misma postura negativa frente a la vida. Los
juicios y las valoraciones relativas a la vida, en pro y en contra,
no pueden ser nunca, en última instancia, verdaderos: sólo valen
como síntomas, y únicamente deben ser tenidos en cuenta como tales;
en sí, dichos juicios son necedades. Hay que alargar totalmente los
dedos e intentar captar la admirable sutiliza de que el valor de la
vida es algo que no se puede tasar. No puede serlo por un ser vivo
porque éste es parte e incluso objeto del litigio, y no juez; y no
puede serlo por un muerto por un motivo distinto. El que un filósofo
considere que el valor de la vida constituye un problema no deja,
pues, de ser hasta una crítica a él, un signo de interrogación que
se abre sobre su sabiduría, una carencia de ésta. ¿Quiere esto
decir que todos esos grandes sabios no sólo han sido decadentes,
sino que ni siquiera han sido sabios? Pero volvamos al problema de
Sócrates.
3
Por
su origen, Sócrates pertenecía a lo más bajo del pueblo:
Sócrates era chusma. Se sabe, e incluso hoy se puede comprobar, lo
feo que era. Pero la fealdad, que en sí constituye una objeción,
era entre los griegos casi una refutación. ¿Fue Sócrates realmente
un griego? Con bastante frecuencia, la fealdad se debe a un cruce que
entorpece la evolución. En otros casos, es el signo de una evolución
descendente. Los antropólogos que se dedican a la criminología nos
dicen que el criminal típico es feo: monstruo de aspecto, monstruo
de alma. Ahora bien, el criminal es un decadente. ¿Era Sócrates un
criminal típico? Esto, al menos, no iría en contra de aquel
conocido juicio de un fisonomista, que tanto extrañó a los amigos
de Sócrates. Un extranjero experto en rostros que pasó por Atenas,
le dijo a Sócrates directamente que era un monstruo en cuyo interior
se escondían todos los vicios y todas las malas inclinaciones. Y
Sócrates se limitó a comentar: «¡Qué bien me conoce este señor!»
4
En
Sócrates no sólo son un signo de decadencia el desenfreno y la
anarquía de los instintos, que él mismo reconoció, sino también
la supergestación de lo lógico y esa maldad de raquítico que le
caracteriza. No nos olvidemos tampoco de sus alucinaciones acústicas,
a las que, con el nombre de «daimon de Sócrates», se les ha dado
una interpretación religiosa. Todo era en él exagerado, bufo y
caricaturesco, al mismo tiempo que oculto, lleno de segundas
intenciones, subterráneo. Trato de aclarar de qué idiosincrasia
procede la ecuación socrática razón = virtud = felicidad: la más
extravagante de las ecuaciones, que tiene además particularmente en
su contra todos los instintos de los antiguos helenos.
5
Con Sócrates el
gusto griego se vuelve hacia la dialéctica: ¿qué es lo que
sucede aquí realmente? Ante todo, que con ello queda vencido un
gusto aristocrático: con la dialéctica, quien impera es la chusma.
Antes de Sócrates, las personas de la buena sociedad repudiaban los
procedimientos dialécticos: los consideraban como malos modales,
como algo que ponía en entredicho a quien los utilizaba. Se prevenía
a los jóvenes contra ellos. También se desconfiaba de quien
manifestaba sus razonamientos personales de semejante forma. Las
cosas y los hombres honrados no van por ahí exhibiendo sus razones
así. No es muy decente ir enseñando los cinco dedos. Poco valor
tiene que tener lo que necesita ser demostrado. Allí donde la
autoridad sigue formando parte de las buenas costumbres, donde lo que
se dan no son «razones» sino órdenes, el dialéctico es una
especie de payaso; la gente se ríe de él, no lo toma en serio.
Sócrates fue un payaso que consiguió que lo tomaran en serio. ¿Qué
es lo que sucedió aquí realmente?...
6
Sólo
se recurre a la dialéctica cuando no se dispone de ningún medio. Ya
se sabe que suscita desconfianza, que es poco persuasiva. No hay nada
más fácil de disipar que el efecto producido por un dialéctico.
Esto lo puede comprobar todo el que asista a una asamblea donde se
discuta públicamente algo. La dialéctica sólo puede ser un recurso
forzado, en manos de quienes ya no tienen otras armas. Han de hacer
valer por la fuerza sus derechos; de lo contrario no recurrirían a
ella. Por eso fueron dialécticos los judíos, como también lo fue
el zorro de las fábulas... ¿Y Sócrates?, ¿lo fue también?
7
¿Es
la ironía socrática una manifestación de rebeldía, de
resentimiento plebeyo? ¿Sacia, en su calidad de oprimido, su propia
ferocidad mediante las cuchilladas del silogismo? ¿Se venga de los
aristócratas a los que fascina? El dialéctico tiene en sus manos un
instrumento implacable: con él puede ejercer la tiranía; al que
vence le deja en entredicho, porque obliga a su adversario a tener
que probar que no es un idiota; enfurece a los demás, y a la vez les
niega toda ayuda. El dialéctico reduce el intelecto de su adversario
a la impotencia. ¿Será la dialéctica socrática simplemente una
forma de venganza?.
8
He
sugerido qué es lo que podía haber en Sócrates de repulsivo; falta
explicar, con mayor motivo, qué es lo que había en él de
fascinante. Una de las razones es que descubrió una forma nueva de
lucha, siendo el maestro indiscutible de esgrima entre los medios
aristocráticos de Atenas. Fascinaba en la medida en que excitaba el
instinto de lucha de los helenos; en que introdujo entre los jóvenes
y los adolescentes una variante de la lucha pugilística. Sócrates
era también un gran erótico.
9
Pero
Sócrates intuyó también algo más. Vio qué es lo que había
detrás de los aristócratas de Atenas. Se dio cuenta de que su caso,
la idiosincrasia de su caso, había dejado de ser excepcional. Por
todas partes se estaba extendiendo silenciosamente su mismo tipo de
degeneración: la vieja Atenas se dirigía a su final. Y Sócrates
comprendió que todos tenían necesidad de él: de sus remedios, de
sus cuidados, de su habilidad personal para autoconservarse... En
todas partes los instintos presentaban un aspecto anárquico; en
todas partes se estaba a un paso del exceso. El peligro universal era
el monstrum in animo. «Los instintos quieren erigirse en tiranos;
hay que inventar un contratirano que sea más fuerte...» Cuando el
fisonomista del que antes hablé le reveló a Sócrates lo que era,
un pozo de malos deseos, el gran irónico pronunció otra frase que
revelaba su forma de ser: «Es cierto —señaló—, pero he
conseguido dominarlos a todos.» ¿Cómo llegó Sócrates a dominarse
a sí mismo? En última instancia, su caso no fue más que el caso
extremo, el caso más patente de lo que ya entonces constituía una
catástrofe general: que nadie se dominaba ya a sí mismo, que los
instintos se habían vuelto unos contra otros. Sócrates fascinaba
por ser el caso extremo de esto; su fealdad, que inspiraba miedo, era
manifiestamente la expresión de ese caso: y, como es fácil
entender, fascinó más fuertemente aún al presentarse como la
respuesta, la solución, como la forma aparente de curación dicho
caso.
10
He
dado a entender el por qué de la fascinación de Sócrates: parecía
que era un médico, un salvador. ¿Hay que explicar ahora el error
que suponía su «fe» en la «racionalidad» a toda costa? Los
filósofos y los moralistas se engañan a sí mismos cuando creen que
combatir la decadencia es ya superarla. Pero superarla es algo que
está por encima de sus fuerza: el remedio y la salvación a la que
recurren no es sino una manifestación más de decadencia: cambian la
expresión de la decadencia, pero no la eliminan. Sócrates fue la
personificación de un malentendido: toda la moral que predica el
perfeccionamiento, incluida la cristiana, ha sido un malentendido...
La luz del día más cruda, la racionalidad a toda costa, la vida
lúcida, fría, previsora, consciente, sin instintos y en oposición
a ellos, no era más que una enfermedad diferente; no era de ninguna
manera un medio de retomar a la «virtud», a la «salud», a la
felicidad... «Hay que luchar contra los instintos» representa la
fórmula de la decadencia. Cuando la vida es ascendente, la felicidad
se identifica con el instinto.
12
¿Llegó a entender
esto el más inteligente de cuantos se han engañado a sí mismos?
¿Acabó diciéndose esto, en medio de la sabiduría de su valiente
enfrentamiento con la muerte? Y es que Sócrates quería morir. No
fue Atenas quien le entregó la copa de veneno; fue él quien la tomó
obligando a Atenas a dársela... «Sócrates no es un médico —se
dijo a sí mismo en voz baja—; aquí no hay más médico que la
muerte... Sócrates no ha hecho más que estar enfermo durante mucho
tiempo...»
Cuestiones:
- ¿Cómo concebían los sabios, según la tradición, la vida y cómo la ve Nietzsche?
- ¿Qué razón alega el texto para afirmar que los juicios sobre la vida no pueden ser nunca verdaderos?
- El consenso de los sabios sobre que la vida no vale nada ¿por qué lo relaciona Nietzsche con su fisiología de los supuestos sabios?
- ¿Por qué la dialéctica es cosa de la chusma?
- ¿Qué pretende el que ejerce la dialéctica?
- ¿Por qué afirma el texto: “Y Sócrates comprendió que todos tenían necesidad de él: de sus remedios, de sus cuidados, de su habilidad personal para autoconservarse”? Razona la respuesta.
- Según Nietzsche, ¿se superó la decadencia de Grecia o se acentuó? Razona la respuesta.
- Explica las ideas más importantes que Nietzsche asocia a Sócrates.
- Explica el significado de los términos Vida, decadencia, citando el texto.Sintetiza las ideas del texto mostrando en tu resumen la estructura argumentativa o expositiva del texto.
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