El ocaso de los ídolos. LA MORAL COMO CONTRANATURALEZA. Aforismos 1-6
El
ocaso de los ídolos. LA MORAL COMO CONTRANATURALEZA. Aforismos 1-6
1
Todas
las pasiones tienen una época en la que resultan sencillamente
nefastas, en la que subyugan a sus víctimas con el peso de su
estupidez; y una época posterior, mucho más tarde que la otra, en
la que se desposan con el espíritu, en la que se «espiritualizan».
En
otros tiempos se combatía la pasión en sí por la estupidez que
implica; los hombres se conjuraban para aniquilarla; todos los
viejos monstruos de la moral coincidían en sostener que hay que
matar a las pasiones. La fórmula más conocida de esto se
encuentra en el Nuevo Testamento, en el Sermón de la Montaña,
donde, dicho sea de pasada, no se miran las cosas desde las alturas.
En ese pasaje se dice, por ejemplo, refiriéndose a la sexualidad:
«Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo.» Afortunadamente, ningún
cristiano ha seguido este precepto. Aniquilar las pasiones y los
deseos por el mero hecho de evitar su estupidez y las desagradables
consecuencias de ésta es algo que hoy nos parece una forma aguda de
estupidez. Ya no admiramos a los dentistas que nos sacan los dientes
para que no nos duelan. Por otra parte, cabe reconocer que la idea de
«espiritualizar las pasiones» resulta inconcebible en el terreno
donde surgió el cristianismo. Es sabido que la Iglesia primitiva
luchó, efectivamente, contra los «inteligentes» a favor de los
«pobres de espíritu». ¿Cómo se podía esperar de ella que
combatiera inteligentemente las pasiones? La Iglesia combate
las pasiones a base de extirpar, en todos los sentidos de la palabra:
su medicina, su «terapia» consiste en castrar. No se pregunta
nunca: «cómo espiritualizar, embellecer, divinizar un deseo?» En
todo momento lo que ha hecho ha sido cargar las tintas de la
disciplina sobre la base de exterminar (la sensualidad, el orgullo,
el ansia de poder, de poseer, de vengarse). Pero atacar las pasiones
de raíz equivale a atacar la vida de raíz: la praxis de la Iglesia
es hostil a la vida.
2
Instintivamente,
recurren a ese mismo procedimiento de castrar y exterminar, en la
lucha contra un deseo, quienes son demasiado débiles,
demasiado degenerados para poder moderar dicho deseo: aquellos
caracteres que, hablando metafóricamente (y no metafóricamente),
precisan de la Trapa, necesitan declarar de alguna manera una guerra
a muerte a las pasiones, abrir un abismo entre ellos y las pasiones.
Sólo los degenerados no tienen más remedio que apelar a los
procedimientos radicales; la debilidad de la voluntad, o, más
exactamente, la incapacidad de reaccionar ante un estímulo no es
sino otra forma más de degeneración. La enemistad radical, la
guerra a muerte contra la sensualidad no deja de ser un síntoma que
nos hace reflexionar; permite hacer conjeturas sobre el estado
general de quien llega a cometer un exceso así.
Por
lo demás esa hostilidad y ese odio sólo culminan cuando tales
caracteres no tienen ya la firmeza necesaria para llevar a cabo la
cura radical, para renunciar a su «demonio». Recórrase toda la
historia de los sacerdotes y filósofos, incluyendo la de los
artistas, y se podrá ver que quienes han dicho las cosas más
venenosas contra los sentidos no han sido los impotentes ni los
ascetas, sino los ascetas imposibles, es decir, aquellos individuos
que habrían necesitado ser ascetas.
3
La
espiritualización de la sensualidad se denomina amor, y constituye
una gran victoria sobre el cristianismo. Otra victoria es nuestra
espiritualización de la enemistad. Consiste en comprender
íntimamente el valor que supone tener enemigos: con pocas palabras,
en actuar y considerar las cosas al contrario totalmente de cómo se
hacía en otros tiempos. La Iglesia ha pretendido siempre aniquilar a
sus enemigos: nosotros, los inmoralistas y anticristianos,
consideramos que obtenemos una ventaja del hecho de que subsista la
Iglesia...
Incluso
en el terreno político, se ha vuelto hoy más espiritual la
enemistad, y también más inteligente, más reflexiva, más
indulgente. Casi todos los partidos han comprendido que para seguir
existiendo les interesa que el partido opuesto no pierda fuerza; lo
mismo cabe decir de la gran política. Una creación nueva, en
especial, como el nuevo Reich, precisa más de enemigos que de
amigos: sólo se siente necesario y sólo llega a ser necesario,
frente a su antítesis. No de otro modo nos comportamos nosotros con
el «enemigo interior»: también en este caso hemos espiritualizado
la enemistad y hemos sabido ver su valor. Sólo se es fecundo cuando
se es rico en antítesis; sólo se sigue siendo joven cuando el alma
no descansa, cuando no busca la paz.
Nada
se nos ha hecho más extraño que aquella aspiración de otros
tiempos, la aspiración a «la paz del alma», la aspiración
cristiana; nada envidiamos menos que esa existencia vacuna que es la
vida moral y esa oronda felicidad de la buena conciencia. Cuando se
renuncia a la guerra se renuncia a la vida grande. Por su puesto que
muchas veces la «paz del alma» no es más que un malentendido, otra
cosa, a la que no se le sabe dar un nombre más honorable. Sin hacer
divagaciones y sin prejuicios, veamos algunos casos.
«Paz
del alma» puede ser, por ejemplo, el apacible resplandor de una
animalidad exuberante en el terreno moral (o en el religioso). O
cuando empieza el cansancio, cuando el atardecer, cualquier forma de
atardecer produce la primera sombra. O una señal de que el aire está
húmedo, de que se acercan vientos del sur. O la gratitud
inconsciente por una buena digestión (eso a lo que a veces llaman
«filantropía»). O la calma del convaleciente, para el que todo
adquiere un nuevo sabor y se encuentra a la espera... O el estado de
ánimo que sigue a la satisfacción intensa de nuestra pasión
dominante, la sensación de bienestar propia de una sociedad rara. O
la debilidad senil de nuestra voluntad, de nuestros deseos, de
nuestros vicios. O la pereza a la que la variedad induce a ponerse
adornos morales. O cuando se logra estar convencido de algo, aunque
sea de algo terrible, después de una tensión y de un tormento
prolongado a causa de la incertidumbre. O la manifestación de la
madurez y de la maestría en medio del hacer, del crear, del obrar,
del querer; la respiración tranquila una vez lograda la «libertad
de la voluntad». ¡Quién sabe si el ocaso de los ídolos no será
también un tipo más de «paz del alma»!
4
Voy
a formular un principio. En el terreno moral, todo naturalismo, es
decir, toda moral sana está regida por un instinto de vida;
se cumple un mandamiento cualquiera de la vida mediante un
determinado canon de «deberes» y «prohibiciones», con lo que se
elimina del camino de la vida un obstáculo y una enemistad
específica.
La
moral que va en contra de la naturaleza, esto es, casi toda la moral
que se ha enseñado, respetado y predicado hasta hoy, va precisamente
en contra de los instintos, a los que condena, unas veces de una
forma solapada y otras de un modo ruidoso y descarado. Cuando asegura
que «Dios ve lo que hay en nuestro corazón», la moral está
negando los deseos más bajos y más elevados de la vida y está
considerando a Dios como enemigo de la vida... El santo en el que
Dios tiene puesta su complacencia es el castrado ideal. La vida
termina donde empieza el «reino de Dios».
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Quien
haya entendido el carácter delictivo de esa rebelión que la
religión cristiana ha hecho casi sacrosanta, comprenderá también
fácilmente lo inútil, ilusorio, absurdo y falaz que resulta dicha
rebelión. El hecho de que un ser viviente condene la vida no deja de
ser, en última instancia, sino un síntoma de un determinado tipo de
vida: no se plantea en modo alguno el problema de si semejante
condena es justa o no. Habría que estar fuera de la vida y, a la
vez, conocerla tan bien como quien la haya vivido, o como muchos o
como todos los que hayan vivido, para poder rozar tan solo el
problema del valor de la vida en cuanto tal, lo que basta para
comprender que semejante cuestión está muy por encima de nuestro
alcance. Al hablar de valores, lo hacemos bajo la inspiración y la
óptica de la vida; es la propia vida quien nos impele a establecer
valores, quien valora a través de nosotros cuando establecemos
valores...
De
aquí se sigue que incluso ese ir en contra de la naturaleza
consistente en una moral que concibe a Dios como una idea antitética
de la vida y como una condena de ella, no es más que un juicio de
valor que realiza la propia vida. Ahora bien, ¿qué vida?; ¿qué
tipo de vida? Ya he contestado a esto: la vida descendente,
debilitada, cansada, condenada. La moral tal y como ha sido entendida
hasta hoy —tal y como ha sido formulada incluso últimamente por
Schopenhauer, en términos de «negación de la voluntad de vivir»—
es el mismo instinto de decadencia, que hace de sí mismo un
imperativo, y que ordena: «¡perece!»: es el juicio de quienes
están condenados.
6
Consideramos,
por último, lo ingenuo que supone decir: «el hombre debería ser de
éste y de aquél modo». La realidad nos muestra una fascinante
riqueza de tipos, la exuberancia característica de un pródigo juego
que varía de formas. ¿Va a venir entonces cualquiera de esos
aprendices de moralista que predican por las esquinas a decir ante
esto: «¡No!, el hombre debe ser de otra manera?» Ese necio
santurrón pretende saber incluso cómo debe ser él; fija su retrato
en una pared y dice: «¡He aquí al hombre!» pero aunque el
moralista se dirija sólo al individuo y le diga: «debes de ser de
ésta y de ésa forma»,no deja de ponerse en ridículo. El individuo
es, de los pies a la cabeza, un fragmento de destino, una ley y una
necesidad más para todo lo que está por venir. Decirle que cambie
implica exigir que cambie todo, hasta lo que ya ha sucedido. Y, en
realidad, ha habido moralistas consecuentes que han pretendido que el
hombre fuera de otro modo, esto es, virtuoso, que han querido que
fuera como ellos, esto es, un santurrón: por eso negaron el mundo.
Se trata de una necesidad que no tiene nada de pequeña, de una forma
de inmodestia que no tiene nada de modesta. En la medida en que la
moral condena sin más, sin partir de consideraciones y sin atender
las intenciones propias de la vida, constituye un error específico
con el que no se debe tener compasión alguna, una idiosincrasia de
degenerados, que ha hecho un daño incalculable.
Nosotros,
los inmoralistas, que somos tan distintos, hemos abierto nuestro
corazón a toda clase de conocimientos, de comprensiones, de
aprobaciones. Nos resulta difícil negar, tenemos muy a gala afirmar.
Cada vez que nos han ido abriendo más los ojos para ver la economía
que se precisa en orden a aprovechar todo lo que la santa locura y la
razón enferma del sacerdote rechazan; para ver la economía que
impera en la ley de la vida, que saca beneficio hasta del tipo
repugnante del santurrón, del sacerdote, del virtuoso: ¿qué
beneficio? Nosotros, los inmoralistas personificamos la respuesta a
esa pregunta.
Cuestiones:
- ¿Es razonable el posicionamiento de la Iglesia respecto de las pasiones?
- ¿Quiénes son los débiles y por qué?
- ¿Qué piensa Nietzsche de los enemigos?
- ¿Es síntoma de salud y vida la paz del alma según Nietzsche?
- ¿Se ha ajustado la moral tradicional al instinto o lo ha negado? ¿Fue eso bueno o malo?
- ¿Quiénes han elaborado los códigos morales los fuertes vitalmene o los débiles? Razona tu respuesta.
- ¿Con qué argumentos refuta Nietzsche a los moralistas?
- Explica el significado de los siguientes términos según el texto: Iglesia, degenerado, amor, enemigos, paz, guerra, instinto, Dios, inmoralista.
- Sintetiza las ideas del texto mostrando en tu resumen la estructura argumentativa o expositiva del texto.
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